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6. De mujeres y besos (10/10/2001)

Por principio, procuro amar una mujer distinta cada día. Algunas veces desnudo a la de turno, poco a poco, del cuello para abajo; otras veces de la mirada hacia su horizonte interno. Ciertos días la distancia se interpone y no tengo más remedio que soñar despierto con su silueta a contraluz, o con la cartografía memorizada de su cuerpo. En otras ocasiones, el humo de un cigarrillo desdibuja sus facciones y, por qué no, su ropa al otro lado de una conversación cualquiera, o la encuentro detrás de mis párpados y me invita a hacerle el amor la noche entera.

Que la sociedad considere otorgarme puntos extra porque esas mujeres que amo lleven, a final de cuentas, el mismo nombre y usen el mismo carné de identidad, o que a algunos conocidos pueda parecerles más meritorio que exhiba diferentes nombres como quien lleva una lista de compras al mercado, es un accidente o es, en el mejor de los casos, un recetario íntimo, y no garantizado, para la felicidad.

Por eso, me llenan de tristeza las mujeres que deciden amar a un hombre y de pronto, al pasar del tiempo, se descubren viviendo con un extraño al que toleran por costumbre, pero al que no pueden amar a pesar de mil esfuerzos. Y me parece una torpeza, como hombre, amar a perpetuidad a esa mujer vestida de blanco que únicamente sobrevive en las fotos de boda, y olvidarse de mirar con el mismo amor a las otras que llegaron después de ésa y empezaron a aparecer desde el momento justo en que la luna de miel era apenas una promesa, o un proyecto.

Por hoy sólo me queda, desde la soledad, mandarle un beso a cada una de esas mujeres que me han recibido en un rincón del tiempo: la que vive con ansiedad por saberme a su lado, la que acunó mi noche previa a esta soledad, la que me llevó desde la tarde a la mañana de una ciudad que me era ajena, la que me espera a muchos kilómetros de aquí, la que ha decidido tolerarme mis torpezas, la que una tarde decidió tomarse esa foto de boda conmigo... en fin, un beso y punto.