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15. De soledades (18/12/2001)

Hay quienes llevan su soledad como una maldición inmemorial de tan antigua, o como una enfermedad congénita. Es la casa que el caracol arrastra sobre sus espaldas, la herida envenenada de un triste Tristán cualquiera, la locura que cada Quijote contemporáneo cobija, sin Cervantes que lo ampare, bajo su transparente yelmo de Mambrino y pasea al paso cansado de algún Rocinante de hojalata. Y es, también, esa selva obscura al mezzo del cammin di nostra vita que nos hace dar pasos por el cielo, el purgatorio y los infiernos —que cada uno espera compartir con la Francesca de Rimini del día, u olvidar bajo la luz de una Beatrice menos etérea y más carnal.

Pero hay, cómo decirlo, quienes además arrastran soledades con nombre y apellido. Yo, en lo personal y durante días como éste, siempre cargo al menos una, en el bolsillo, que me ataca con destiempos, como un reloj, y me borra las manecillas de muchas madrugadas a puro golpe de insomnio y de recuerdos. Es la princesa oculta de mis cuentos privados y, en muchas ocasiones, públicamente inconfesables; y es el verso a verso de tantos poemas escritos, desescritos, robados y olvidados; y el rostro fantasmal que dibuja el humo de mis cigarrillos contra la obscuridad de un cielo sin luna, sin luces y sin norte; y el vigilante que interrumpe, haciéndolo incómodo, el lapso de intimidad cuando el enamoramiento se iba asentando sobre mi cuerpo y echaba raíces por la corteza cerebral.

En estos momentos en que sólo quisiera decir: “También me haces falta” y “Te extraño más de lo que imaginarías, y de lo que yo habría imaginado”. Ahora que desearía tenerla bajo el sol —que aquí se esconde todo el día— y entre mis brazos. En este absurdo instante que su cercanía me heredó esta soledad que me llevará, sin duda alguna, de regreso y de la mano hasta su mano, le mando un beso y un abrazo, con toda la pasión que tanta falta me está haciendo.