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11. De memorias robadas (17/11/2001)

Hay un hombre —tal vez yo, pero posiblemente alguien más— que rememora palabras de amor de una mujer en una canción arrebatada de la historia de otro hombre. Y esas veces que hice el amor en un auto, quizá sólo cumplía el arquetipo del chaval y la mina que se descubren sin otro lugar a dónde ir, si no es al encuentro del otro, y sin más recursos frente a su sensualidad que esa tierra de nadie entre dos puertas de metal. O aquella vez, en un bar donde arriesgué una mano sobre unos muslos, fui ese animal abstracto que busca seducir a la mujer que se le resiste todavía un poco, sin poner sobre aviso a aquella que ya le corresponde de algún modo, y que al final resultan ser el complemento que le da carne a su abstracción y piel a su deseo.

En estos oficios del recuerdo, uno se celebra con la humilde convicción del escribano que captura las memorias de otros y cree descubrir su propio sentido en ellas, con la falsa tranquilidad de sobrevivir en las pasiones rescatadas de la adolescencia y revividas en la sed nuestra de cada día, con la absurda vocación de voyeur y exhibicionista, desde ambos lados del cristal, mirándose mirar el espectáculo de una vida sin reservas.

Así, observo: una mujer duerme desnuda con la mano aún tibia sobre el sexo, una pareja camina por la playa y hacia el mar, unos pasos van desde la calle hacia la medianoche gozosa de alguna habitación, unos pechos se dibujan contra el contraluz de una ventana, un gemido final rompe el ritmo de una respiración apresurada, un beso se entrega a otros labios volcados en su correspondiente entrega, un par de cuerpos se olvidaron de ser un par y son ahora un solo cuerpo. Y así, mientras observo a ojos cerrados, escribo unas memorias robadas de otros lugares, otras personas y otros tiempos; y cultivo la esperanza de enriquecer, más tarde y encendido de tanta piel frente a mis ojos, una historia privada y personal sobre otro cuerpo.