21. De distancias y puertos (18/2/2002)
Me he educado, desde muy joven, en las distancias. Unas veces se miden con la exactitud de un odómetro y otras, con la angustia hiriente de abismos cercados por montañas. Son la silueta de un horizonte urbano que se desvanece, como una sonrisa de mujer en el retrovisor de un auto, o es la nostalgia por un portal que te recibe en cada ocasión con la misma familiaridad de unos labios amantes: un día simplemente te descubres tratando de adivinar el rincón donde se oculta tu alma.
Existen distancias breves como el filo de un bisturí, otras como estrella fugaz que desciende a su destino de convulsión y cráter, y algunas más, incomprensibles, donde palpita el corazón de las galaxias. Y en este momento desgraciado cuando me duelen los cielos marinos que ahora alimentan lejanías, me pregunto: ¿acaso es tu amor el puerto donde siempre volverá mi barca? ¿Acaso tu brisa dará un alivio a mi antología de historias calcinadas? ¿O es esta fe sólo otra manera de inventarme el calorcillo que la sangre extraña?
Si te nombro mi puerto, regresa hasta mí el malecón de una niñez que todavía me hiere y tal vez aún no se marcha. Si reclamo tu presencia de mar, alejarme de ti —sin esperanza de retorno— es recorrer con pies desnudos un sendero anfibio de sal y de navajas. Si te bautizo “arena”, tu ausencia tiene cristales de arrecife que se abren paso desde la piel a las entrañas.
Pero si no fueras mi puerto, si no tuvieras la vocación de mar que pudiese calmar mi angustia ni la suavidad de arena para ocultar mi alma, si entre la luz de tu faro y mi esperanza torpe se interpusiera alguna forma insalvable de distancia, sólo déjame soñar un poco más contigo, y de vez en cuando llévame a dormir sobre tu playa.
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