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5. De amores extraviados (10/10/2001)

La otra noche me quedé mirando a la luna reflejada sobre el mar, con la esperanza absurda de que la espuma la trajera hasta la playa en un vaivén de olas. Pero al paso de los minutos me reconocí traicionado y entendí la tristeza bestial de lobos y coyotes cuando la miran ya demasiado lejos, y alejándose.

Después de un rato, la luna cayó sobre el horizonte y, unida a su reflejo, evocó unos senos de mujer ceñidos por una blusa blanca y unas manos de nube. Y mientras, recostado, me adormecía con ese doble paisaje, se despertó un amor enloquecido y echo a andar, cobijado por los murmullos sucesivos de la brisa y el oleaje.

Luego, hace un tiempo —no mucho, pero casi siempre me parece siglos—, cerré los ojos tal vez sólo por un segundo y vi las amplias avenidas de una ciudad que creí reconocer. Era de madrugada y con seguridad mis pasos se extraviaban al compás de otros pasos, un poco menos torpes y sin duda femeninos. Y en esa nebulosidad cuando aún no lograba adivinar si las pisadas dibujaban una despedida o un nuevo encuentro, saltó un amor al paso cebra y se marchó, quizás enceguecido por las luces de neón y el alumbrado público.

Quienquiera que seas, si por accidente lees estas líneas que escribí también por accidente, si ya has andado por esa caricatura de uno mismo que es vocear un afecto como a un ladrón  y alguna vez te acercas hasta alguno de esos mares —ya sea donde brillen luces de neón o pedazos de espuma lunariega—; observa y dime si ves las fosforescencias de uno de estos amores buscando su camino hacia ese corazón que lo reconozca, tal como hacen algunas cajas inútiles de cartón con sus propios vagabundos.