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10. De madrugadas estériles (14/11/2001)

Nunca he comprendido por qué este emperrarme en escribir cuando las musas se encuentran demasiado lejos. Tomo cada letra como el preso la llave que supone le conducirá hasta la salida, y es en vano. La evocación de voces y siluetas resulta un ejercicio de seducción torpe ante la escritura y, quizá sobra decirlo, los minutos cobran una lentitud de cortejo fúnebre, y su misma jovialidad.

Doy con alguna palabra que parece significarlo todo y, al volver sobre la frase que debía otorgarle sentido, la encuentro transformada en la mancha incoherente de una prueba psicológica. Las metáforas son, de pronto, unos seres abominables y mudos; las imágenes que se pretendían cosméticas poseen el mismo potencial que un amor mercenario en la esquina más lúgubre de una ciudad bajo la lluvia, y cada oración se convierte en la última palada de tierra sobre el féretro donde un inexpresivo balbuceo dormirá el sueño atormentado de los injustos.

Pero, aunque tampoco lo comprendo, hay quien dice que las musas son sólo mujeres y, por ello, piadosas. Dicen que siempre vuelven con aquellos que les han ofrecido los sacrificios adecuados y, por vanidad femenina, se entregan a quienes les dedican la atención deseada. E insisten en que siempre vuelven desde el lugar donde han ido a reposar sus fantasías con una Luna que, al menos hoy, cuenta con una compañía tan inútilmente acechada por mí en estas líneas, y sin duda envidiable, seductora y necesaria. Tal vez por eso intento escribir, enciendo otro cigarrillo, tomo otra taza de café, y espero.