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20. De laberintos imprescindibles (30/1/2002)

Camino por senderos que desconozco. Sin necesidad, alguna noche salí a la calle para detener un taxi que no atravesó esa madrugada, mientras en mi habitación flotaba un deseo que más tarde me impediría dormir. Las avenidas me han llevado por rumbos ajenos, pero con la esperanza trémula y silenciosa en la punta de mis dedos; y las carreteras me han hecho agotar los recuerdos con la piel encendida y húmeda bajo la lluvia, en tanto un aroma de tierra mojada renacía en mi cerebro.

He dicho adiós a los cielos azules, y los he cambiado por recámaras empenumbradas donde pasé momentos sin duda memorables, aun con el riesgo de añadir otro ladrillo a la pared de este inagotable laberinto. Y otras veces he sentido el hechizo de los bosques, o el temor visceral a ser víctima de su emboscada, cuando la premura me exigía llegar a la ciudad muy pronto. Aún más, renuncié en muchas ocasiones a la fácil tranquilidad del sueño por explorar los territorios que se ofrecían a mis ojos algunas madrugadas: el mar espumoso por único horizonte, una banca en algún lugar de alguna foto, o cierto curva de un rostro enmarcado por cierto cabello bajo una medialuz peculiar.

Tal vez es que nací con corazón de perro vagabundo y conozco valles, praderas y montañas por su nombre, o quizá mis ojos se acostumbraron a imaginar el mundo desde el trapecio del barco y a través de la distancia, mientras el viento susurra que cada momento y cada nueva tierra tendrán para mí brazos de laberinto. Y ésa es mi salvación, y ésa es mi condena.