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14. De bosques y nostalgia (6/12/2001)

Hoy no consigo describir la gracia de unos muslos femeninos que algún día estrecharon mi cintura y se abrieron para mí, como las dos columnas que en un templo separan lo sagrado y lo profano; ni logro atrapar en letras esa piel tibia que me hace revivir al sol sobre una espalda y bajo una caricia mentida, o quizá adivinada, por la memoria. A estas horas en que el insomnio muestra su rostro más inmisericorde y el tictac de algún reloj parece marcar un ritmo marcial hacia la muerte, pienso en un bosque y en los árboles, en esa carne no por firme menos estremecida en su sensualidad.

Entre los pinos, en un momento y un lugar que la imaginación recrean casi por accidente, el viento aprende a ulular una canción a ratos triste, a veces alegre, donde se percibe una historia de amor y de nostalgia, de distancias vencidas y reinstituidas, de esperanzas recién hechas y rescatadas. Quizá más abajo, entre la hierba o en un auto semioculto,  un hombre y una mujer se aman; es decir, se acarician, se besan, se seducen, se buscan, se encuentran, se disuelven, se entregan y se olvidan. Y entre las copas de los árboles, la luz se rompe en esquirlas de estrella y los colores empiezan a bailar al ritmo de un ballet tierno, casi infantil; las ramas cobijan con susurros las evidencias sonoras de un placer arduamente ganado y las hojas de algunos árboles menores parecieran volar al rescate de un pudor olvidado por completo.

Quizá muchos años más tarde, esa misma madera constituya, en toda su cachondez aprendida en largas horas de observación voyeuril, el soporte de una cama que sabrá llevar el compás de otros cuerpos y otras canciones, y tal vez, sólo tal vez, el amor y la nostalgia tendrán una oportunidad de redención mientras unas bocinas dejan escapar una canción a ratos no menos triste, pero sin duda no menos alegre, y el viento apenas se insinúa en los cristales.