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Espejos de un rostro: doppelganger y alter egos

Basta con asomarse unos minutos a cualquier red social como Facebook, o un sistema de mensajería instantánea como Messenger, para intuir que el retrato y autorretrato han reclamado un espacio central en la fotografía a través de los avatares. Al mismo tiempo, frente a ese universo inabarcable de rostros, es difícil no percibir un terreno fértil para la ficción donde, en un momento u otro, casi todos representamos alguna fantasía. Un gesto glamoroso, un escenario incidental o un juego de luces expresionistas nos transforman en el personaje protagónico de nuestras esperanzas o temores. Es como si la fotografía misma se mofara del valor testimonial que muchos le han impuesto y exigiera, con la complicidad de avatares imaginativos, una libertad por mucho tiempo postergada.

Es fácil olvidar que la historia de este medio fue propicio a tales paradojas desde sus orígenes: ya en 1840, Hippolyte Bayard ejecutó su autorretrato como ahogado, y al reverso denunciaba que su suicidio era producto del poco apoyo económico recibido por parte del gobierno francés, a pesar de su descubrimiento de un proceso fotográfico equivalente, y previo, al de Daguerre. Tal vez mostrar su cadaver abandonado en esa primera escenificación fotográfica fue lo que le dio la tranquilidad para vivir 37 años más, y le permitió poner en evidencia la fragilidad de la imagen como testimonio. Por otra parte, también se puede argumentar que esa foto representó de manera profundamente veraz su estado anímico.

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En las siguientes décadas, esa inquietud por el retrato como una fantasía que permite ver una faceta oculta o inexplorada del retratado, sería cada vez más recurrente. Es así que, durante la última década del siglo XIX, Maurice Guibert captura la imagen de Henri de Toulouse-Lautrec bajo múltiples disfraces, e incluso un fotomontaje donde posa para sí mismo. Es muy probable que en algún fotomontaje previo se encuentre alguna persona duplicada en la imagen, pero es quizá en éste donde se atisba por primera vez la encarnación de un doppelganger, de un personaje idéntico pero con actitudes divergentes.

Es esa divergencia donde adivinamos la semilla de una necesidad actual. Conforme la fotografía ha colaborado con el progreso tecnológico en reducir el mundo, nos ha mostrado las infinitas posibilidades al alcance de nuestras vidas y nos impulsa a soñar con otras. Como Mefistófeles a Fausto, nos ofrece la posibilidad de llevar una vida por completo distinta a la que tenemos. Nos invita a confrontar nuestros propios demonios mediante la representación de los otros yo, de esos alter egos que se escabullen por nuestras fantasías, o de algún doppelganger, ese doble inquietante que actúa en contradicción a nosotros y en el fondo puede expresar todo aquello que reprimimos.

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Alejandro Malo
Septiembre 2010