Realidades alternas
La realidad ya no es lo que solía ser, y hace mucho dejó de ser como la pintan. A lo largo del siglo pasado se derrumbó, atacada desde varios frentes, la creencia de que materia y realidad tenían una correspondencia precisa. Primero la física nos confrontó con la relatividad del espacio y el tiempo, luego las ciencias sociales nos mostraron que el lenguaje determina el modo como construimos nuestra percepción del mundo, y en las últimas décadas la tecnología nos ha ido envolviendo con ambientes donde la virtualidad nos resulta en muchas aspectos más inmediata, y en varios sentidos más real, que la presencia material de aquello mismo que representa. Un ejemplo de esto es el amigo al otro lado del mundo, con quien discutimos a través de una red social o por medio de videoconferencia, y nos resulta mucho más concreto que el vecino con el cual probablemente nunca pasaremos de intercambiar los buenos días.
Sin embargo, aún cuando desde el arte rupestre el ser humano percibe y comunica la realidad más como la teme o desea, y no desde una materialidad que siempre se le escapa incompleta, la fotografía sigue propiciando una expectativa de objetividad que, a un mismo tiempo, le permite tener un lugar privilegiado por su verosimilitud y la somete a exigencias particularmente duras sobre su capacidad de representación. Pero, ¿y qué pasa cuando esa realidad misma se construye, como en la actualidad, más como un territorio de subjetividades compartidas? ¿Cómo capturar en imágenes esta virtualidad nuestra de todos los días donde cada evocación nos permite desandar los misterios y sorpresas inquietantes de la infancia, cada escena nos narra alguna fantasía cargada de símbolos, pero cuya moraleja nos rebasa, y cada rincón nos abre las puertas a paisajes improbables, cuando no imposibles?
Casi desde su origen, el lenguaje fotográfico se ha servido de recursos muy diversos para permitir la representación de esos rincones particulares. Desde que Óscar Gustav Rejlander construyera su alegoría The two ways of life (1857) con más de treinta negativos, Henry Peach Robinson presentara su imagen de Fading Away (1858), también resultado de múltiples negativos, y varios fotógrafos desarrollaran el sistema sugerido por Hippolyte Bayard (1852) de usar negativos con distinta exposición para paisajes, las fotos dejaron de ser el resultado testimonial de lo que había capturado la lente frente a la cámara. Si a esto sumamos los ejercicios de escenificación que estos mismos autores efectuaron, y a los que se unieron en la década siguiente mujeres como Julia Margaret Cameron y Lady Clementina Hawarden, es fácil entender esta larga tradición donde la imagen se hace imaginación y nuestros referentes cotidianos se mezclan, gracias a cada nueva tecnología, en escenas escapadas, cuadro a cuadro, de algún cuento, o donde los sueños cobran una materialidad casi tangible.
Justo ahora que nuestra vida diaria se satura de datos “duros” originados en todos los confines de la tierra, y cada vez que una tragedia sacude nuestros monitores, y en cada momento cuando quedamos atrapados entre el vértigo de la novedad constante y la inmensa magnitud del acontecer del mundo. Justo ahora, pero quizá como antes muchas veces, se vuelve igual de importante volver la mirada hacia esas realidades alternas que nos abren un espacio de fantasía y nos invitan a imaginar.
No sé, tal vez intento convencerme de que imaginar junto a otros es un modo de construir un futuro para todos. Y también, por qué no, me gusta pensar que esto es una invitación a imaginar, desde la fotografía, un espacio que se reinventa más dinámico, más abierto y con muchas ganas de extenderse, con nuevos bríos, hacia este siglo cuya tecnología no deja de avanzar a saltos.