9. De altares y herejías (7/11/2001)
En la infancia buscaba a Dios en las iglesias, le hablaba con humildad y le pedía favores. Miraba con respeto sus altares y recorría, con reverencia, los muchos libros que lo exhiben. Años más tarde, después de interrogar las barajas, las conchas, el vuelo de las aves y las estrellas, logré atisbar otros posibles templos: algunas montañas, tres o cuatro bosques, las inagotables avenidas de la medianoche, ciertas calles solitarias, un círculo alrededor del fuego y, casi por accidente, aquella habitación donde aún viven mis recuerdos.
Ahora, cuando el mundo me hace sentir cada vez más ajeno, descubro toda la religión que necesito entre las fronteras anatómicas de un cuerpo de mujer y dentro de su geografía siento más beatitud que a la mitad de cualquier templo. Entonces me llaman a oficios de luz, y de penumbras, su voz y sus sensuales campanarios, y me arrodillo frente a su arquitectura cada vez que se abren para mí sus puertas. Procuro, con la misma reverencia que antes ofrecía a las antiguas catedrales, agotar todas sus capillas y recorrer, palmo a palmo, los caminos entre sus múltiples altares, hasta comulgar con su lugar más íntimo, más cálido y adentro.
Como un hereje de la edad media me invento, con un sentido ecuménico y opuesto a cualquier ortodoxia, decálogos de la piel, sermones dactilares para valles y montañas, noches más largas que la última cena, brazos extendidos en cruz, resurrecciones de la carne y alguna que otra breve ascensión al paraíso. Y es en estas noches de ánimo medieval que me dejaría quemar, con infinito gusto, por estas herejías donde la comunión se ejercita piel a piel y cuerpo a cuerpo.