8. De exorcismos (24/10/2001)
Nada como desandar todos los rincones de un cuerpo de mujer para exorcizar, por un momento, los fantasmas. Y su promesa, como una cruz o un amuleto, para evadir los maleficios cotidianos. Casi siempre voy por la calle y por el día igual que tantos muertos van del sepelio hasta la tumba, y recorro esa solemnidad de la oficina con pasos de escafandra al fondo del océano. Pero de pronto, cuando consigo que el teléfono no sea un símbolo más del desencuentro, escucho su voz y se ilumina mi horizonte, o apuro las horas con la esperanza de esa proximidad de piel que se adivina detrás de una frontera.
Nada como la desnudez para exorcizar, desde los mapas de su anatomía, la mala suerte que me ronda a todo lo largo de mi historia íntima. Ni nada mejor que sus labios para sacar de mí esa locura de volcán en celo, o el húmedo portal que entre sus piernas, y sobre mí, me abre las puertas hacia distintos cielos. Pero me matan los minutos mercenarios de espera, y la distancia me provoca una nostalgia insobornable que no se apacigua ni con la certeza del encuentro.
Por fin, nada como sus manos, su figura y su mirada —polizontes que descubro, irremediables, viajando de incógnito en mis sueños—, para hacer de mí la leña donde quemar los demonios de la sed, la lujuria y los excesos, aunque después regresen a ofrecerme, en propiedad, algún infierno.