13. De ciudades inabarcables (27/11/2001)
Andar por una ciudad que se ha vuelto inagotable en sus límites, e incognoscible en toda su amplitud, es como el primer intento de seducir a una mujer mientras se le conduce camino a su casa, con la certeza de no llegar hasta su cama. Uno puede suponer cada giro de dirección, cada semáforo, cada paso peatonal; uno llega a imaginar que vencerá el último obstáculo en cualquier momento y avanzará por un sendero que domina y reconoce. Sin embargo, siempre hay lugar para la sorpresa: una curva que se sospechaba menos suave y más violenta, menos rotunda en su perfección, o las señales que se adivinaban no tan luminosas ni tan evidentes, o los gestos con que se nos orienta entre un sentido y otro, como un ballet no por mudo menos sensual, o esas miradas donde uno alcanza a leer el primer vértigo ante la velocidad y el movimiento, y que desembocan, irremediablemente, en esa tensión rítmica, a veces intensa, prolongada, y sin duda cálida, que sólo consiguen descubrirse en el cuerpo de una mujer, o en una ciudad demasiado extensa, inabarcable.
Al final, uno desanda ese camino sin escapar de la excitación, con los ojos casi desorbitados, con los dedos húmedos y temblorosos, con las ideas revueltas y el malestar del adicto cuando la dosis necesaria se hace esperar para otro día. Pero también, a veces, se dejan atrás esos rincones apenas explorados con la fe casi cierta de volver, como quien vuelve a la tierra prometida, y uno se aleja con un sabor de horizonte recién descubierto entre los labios y, luego de estacionar el auto, descubre que sólo queda un aroma tibio y dulce, de humo y esperanza, entre las manos.