I
Eras el horizonte navegable de mis noches y la brisa tejía tu olor en las almohadas de mi cuarto. Ahora no entiendo el pecado de tomar como única patria ese territorio que agoté —de frontera a frontera— con mis besos, esos brazos que se extendieron alrededor de mí y trazaron surcos donde tu amor pudiera echar raíces —sé que los vestigios nunca se borrarán de la memoria estremecida de mi espalda.
Eras la oración que conjuraba la mayoría de mis naufragios, y el sabor a marisma permanecía en mis labios después de andar y desandar tus más íntimos senderos. Pero la tormenta se cansó de esperar a la vuelta de la esquina, una tarde nos empujó a deshacer el amor entre las calles, con la misma lumbre como antes lo habíamos hecho: apenas cubiertos por las paredes de cualquier habitación o abrigados por el cielo.
Eras el aliento entrecortado y el gemir gozoso que sacudía la profundidad onírica de mis mañanas. Ahora sólo escucho tus pasos alejarse, tu voz cambiar su ternura por la aridez de un silencio resentido, tu risa tomar la forma nostálgica de la distancia y el pasado. Ahora, cuando el dolor se ha vuelto más humilde, puedo comprender: dejaste tras de ti el ulular del viento.