Poesía insonora
Artículos sobre fotografía y artes visuales.
Arte documental
Existe una aparente contradicción entre el valor documental y artístico de una obra. Por un lado un documento fotográfico aspira a ser el testimonio de un instante —o una serie de instantes en el caso de un ensayo— con una ubicación, personajes y elementos precisos, que conduzcan a una interpretación exacta; y por otro lado se acepta sin mayores cuestionamientos que toda obra de arte, sobre todo en el ámbito fotográfico posterior a las vanguardias del siglo veinte, debe permitir diversas lecturas que eviten su agotamiento como mera ilustración o muestra de dominio técnico. Si, además de lo anterior, destacamos la distinción hecha por incontables concursos, casi como algo obvio, entre fotoperiodismo y fotografía artística, cualquier intento de conciliación entre ambas expresiones parecería destinado al fracaso.
Pero sucede que hay exposiciones donde se exaltan, en espacios destinados al arte, obras cuyo origen es el resultado de una labor documental. Bastaría con los ejemplos de las múltiples muestras, en diversos continentes, del trabajo de Robert Capa, Gerda Taro o Josef Koudelka; pero también se pueden destacar obras más recientes como las series de Chien Chi-Chang, las de Manuel Rivera-Ortiz o las imágenes de gran escala de Luc Delahaye. Y tampoco está de más señalar que, en ciertos casos, sea por el transcurrir del tiempo, la lejanía geográfica o simplemente la falta de contexto, una imagen documental se transforma en una expresión más vasta, donde una guerra cualquiera representa la violencia y angustia de todas las guerras, el hambre retratada en una figura cobra la contundencia de todas las hambrunas, y una tristeza desolada se convierte en todas y cada una de las tristezas imaginables.
Es en ese espacio donde —un poco a la manera en que en la literatura hicieron Alejo Carpentier, Julio Cortázar y muchos otros integrantes del llamado Realismo Mágico— se logra que una expresión precisa consiga, sin dejar su particularidad de lado, presentar inquietudes universales; y es ahí donde un documento, sin perder un ápice de exactitud, ofrece interpretaciones que se renuevan ante cada mirada. Pero también es justo desde la búsqueda de estos espacios, donde los convocamos a dialogar sobre la legítima aspiración de cualquier fotodocumentalista a tender un puente hacia el arte, así como a reflexionar sin prejuicios sobre las posibilidades de un territorio compartido.
Publicado en ZoneZero (Abril 2010)
Realidades alternas
La realidad ya no es lo que solía ser, y hace mucho dejó de ser como la pintan. A lo largo del siglo pasado se derrumbó, atacada desde varios frentes, la creencia de que materia y realidad tenían una correspondencia precisa. Primero la física nos confrontó con la relatividad del espacio y el tiempo, luego las ciencias sociales nos mostraron que el lenguaje determina el modo como construimos nuestra percepción del mundo, y en las últimas décadas la tecnología nos ha ido envolviendo con ambientes donde la virtualidad nos resulta en muchas aspectos más inmediata, y en varios sentidos más real, que la presencia material de aquello mismo que representa. Un ejemplo de esto es el amigo al otro lado del mundo, con quien discutimos a través de una red social o por medio de videoconferencia, y nos resulta mucho más concreto que el vecino con el cual probablemente nunca pasaremos de intercambiar los buenos días.
Sin embargo, aún cuando desde el arte rupestre el ser humano percibe y comunica la realidad más como la teme o desea, y no desde una materialidad que siempre se le escapa incompleta, la fotografía sigue propiciando una expectativa de objetividad que, a un mismo tiempo, le permite tener un lugar privilegiado por su verosimilitud y la somete a exigencias particularmente duras sobre su capacidad de representación. Pero, ¿y qué pasa cuando esa realidad misma se construye, como en la actualidad, más como un territorio de subjetividades compartidas? ¿Cómo capturar en imágenes esta virtualidad nuestra de todos los días donde cada evocación nos permite desandar los misterios y sorpresas inquietantes de la infancia, cada escena nos narra alguna fantasía cargada de símbolos, pero cuya moraleja nos rebasa, y cada rincón nos abre las puertas a paisajes improbables, cuando no imposibles?
Casi desde su origen, el lenguaje fotográfico se ha servido de recursos muy diversos para permitir la representación de esos rincones particulares. Desde que Óscar Gustav Rejlander construyera su alegoría The two ways of life (1857) con más de treinta negativos, Henry Peach Robinson presentara su imagen de Fading Away (1858), también resultado de múltiples negativos, y varios fotógrafos desarrollaran el sistema sugerido por Hippolyte Bayard (1852) de usar negativos con distinta exposición para paisajes, las fotos dejaron de ser el resultado testimonial de lo que había capturado la lente frente a la cámara. Si a esto sumamos los ejercicios de escenificación que estos mismos autores efectuaron, y a los que se unieron en la década siguiente mujeres como Julia Margaret Cameron y Lady Clementina Hawarden, es fácil entender esta larga tradición donde la imagen se hace imaginación y nuestros referentes cotidianos se mezclan, gracias a cada nueva tecnología, en escenas escapadas, cuadro a cuadro, de algún cuento, o donde los sueños cobran una materialidad casi tangible.
Justo ahora que nuestra vida diaria se satura de datos “duros” originados en todos los confines de la tierra, y cada vez que una tragedia sacude nuestros monitores, y en cada momento cuando quedamos atrapados entre el vértigo de la novedad constante y la inmensa magnitud del acontecer del mundo. Justo ahora, pero quizá como antes muchas veces, se vuelve igual de importante volver la mirada hacia esas realidades alternas que nos abren un espacio de fantasía y nos invitan a imaginar.
No sé, tal vez intento convencerme de que imaginar junto a otros es un modo de construir un futuro para todos. Y también, por qué no, me gusta pensar que esto es una invitación a imaginar, desde la fotografía, un espacio que se reinventa más dinámico, más abierto y con muchas ganas de extenderse, con nuevos bríos, hacia este siglo cuya tecnología no deja de avanzar a saltos.
Publicado en ZoneZero (Febrero 2010)
Exposiciones
A contratiempo
Toda obra de arte es producto de una mezcla peculiar de vocación, dedicación y disponibilidad de recursos, sean materiales –herramientas, tutores o espacio, por ejemplo– o inmateriales, como el tiempo. Y si en el caso de Juan Wörner Baz esta mezcla ha resultado particularmente generosa para conducirle a través del ejercicio de la arquitectura, esto mismo le ha llevado a dejar su inclinación por la pintura como un territorio secundario, aunque nunca menor en sus cualidades formales ni estilísticamente menos reflexivo o minucioso.
Poseedor de una nunca mejor llamada familiaridad con expresiones muy destacadas del arte mexicano del siglo veinte –evidente, por mencionar algo, en la influencia de sus tíos: Ben Hur y Emilio Baz Viaud, que se alcanza a entrever en su trabajo más temprano y los diálogos que se adivinan en obras más recientes respecto a la presencia de su hermana Marysole–, nunca ha dejado por ello de encontrar en la superficie de sus cuadros un horizonte donde se equilibran la evocación y la búsqueda, donde de manera alternante cobran sentido las referencias populares o los elementos simbólicos, y lo mismo se permite adecuar sus necesidades plásticas a paletas restringidas, superficies apenas trabajadas y figuras circunscritas en la precisión de trazos de lápiz, que extenderlas hasta planos de colores en los cuales se sugiere una volumetría con aspiraciones escultóricas desde una trascendida bidimensionalidad, o trazos enérgicamente expresionistas a través de los cuales cobran vitalidad cuerpos y rostros.
En esta pequeña muestra, que dista mucho de ser completa o equilibrada –puesto que no incluye mucha obra anterior a 1985 y se reduce a piezas que son parte de la colección personal del artista o de allegados muy cercanos– se consiguen apreciar recursos, preocupaciones, referencias y cuestionamientos que sólo pueden entenderse como el resultado de un trabajo continuo, el cual hace mucho ganó la batalla contra la inconstancia; un oficio crecido frente a otra profesión, pero donde se construyen, un poco de la misma manera: a contratiempo, todo cuanto complementa el sentido de cada plano arquitectónico: la humanidad, la trascendencia, la pasión, la solidaridad y un amplio e inabarcable etcétera.
Jam visual: sobre la obra de Al-Sature
Tradición no es únicamente aquello que heredamos de nuestros ascendientes ni el entorno inmediato de nuestra infancia. Ahora, con todas las virtudes y desafíos de nuestro momento, podemos reclamar por tradición muchos universos antes ajenos. En el caso de Al-Sature, su limbo legal de despatriado libio le ha permitido reclamar, desde Inglaterra y para un medio de expresión distinto, la herencia musical Afro y Latina.
Cierto, en sus títulos se adivina esa afición, pero un impulso más intenso, algo más, que él interpreta como un anhelo de libertad, lo lleva a improvisar con la tinta mientras escucha alguna pieza de jazz o es arrastrado por la cadencia de un ritmo caribeño a poner sobre el papel esa ductilidad de movimiento, ese colorido vivaz y esas texturas que él visualiza, nota a nota, desde un compás al otro, y a todo lo largo de una melodía. Es entonces que sus figuras se alargan en un baile sincopado, las trompetas y guitarras brincan de una coloratura a otra, los tambores enfrentan un contrabajo en su rítmico golpeteo y una cantante balancea sus frases, en un swing imprescindible, o entre las voces de un guaguancó se intuyen los avances de una coreografía gradual y seductora. Y es entonces, también, que un hálito de libertad se abre en un rincón del arte, a la utópica espera de que caigan todas las dictaduras.
Retratos para la incertidumbre
Cada incertidumbre tiene un rostro que no sólo aparece en algún espejo. Cada zozobra inventa un gesto distintivo y en paisajes vacíos o entre cuatro paredes, donde siempre se adivina el manto de la noche, y siempre una luz intensa pareciera malahuyentar la inquietud, alguien nos mira con ojos que pudieran ser los propios: a medio camino entre la cautela y la angustia, el resguardo y el olvido de sí, la desesperanza y una ensoñación un poco apurada, un algo triste, pero a final de cuentas con el potencial de tender puentes.
Cada una de estas obras de Miguel Ruibal tiene la contundencia de un puente, y sus peligros. Cada aproximación hace indudable, al mismo tiempo, la fragilidad del acercamiento y la amplitud de derivaciones. Hay una incomodidad subyacente en cada figura que confronta al espectador y arriesga el rechazo, pero también cada cuadro ofrece la intuición de ser un retrato del desasosiego en común, una representación colorida de las dudas habituales, una invitación a una mínima certeza: detrás de cada careta, más allá de las manos que parecieran marcar distancia u ocultar un semblante, o incluso bajo los párpados cerrados del personaje que se adormece sobre una silla, existe una mirada igual a la nuestra que nos interroga, y se adivina más esperanzada con el diálogo que con la respuesta.