Artemis: donde el arte se contempla bajo otra luna
A contratiempo
Toda obra de arte es producto de una mezcla peculiar de vocación, dedicación y disponibilidad de recursos, sean materiales –herramientas, tutores o espacio, por ejemplo– o inmateriales, como el tiempo. Y si en el caso de Juan Wörner Baz esta mezcla ha resultado particularmente generosa para conducirle a través del ejercicio de la arquitectura, esto mismo le ha llevado a dejar su inclinación por la pintura como un territorio secundario, aunque nunca menor en sus cualidades formales ni estilísticamente menos reflexivo o minucioso.
Poseedor de una nunca mejor llamada familiaridad con expresiones muy destacadas del arte mexicano del siglo veinte –evidente, por mencionar algo, en la influencia de sus tíos: Ben Hur y Emilio Baz Viaud, que se alcanza a entrever en su trabajo más temprano y los diálogos que se adivinan en obras más recientes respecto a la presencia de su hermana Marysole–, nunca ha dejado por ello de encontrar en la superficie de sus cuadros un horizonte donde se equilibran la evocación y la búsqueda, donde de manera alternante cobran sentido las referencias populares o los elementos simbólicos, y lo mismo se permite adecuar sus necesidades plásticas a paletas restringidas, superficies apenas trabajadas y figuras circunscritas en la precisión de trazos de lápiz, que extenderlas hasta planos de colores en los cuales se sugiere una volumetría con aspiraciones escultóricas desde una trascendida bidimensionalidad, o trazos enérgicamente expresionistas a través de los cuales cobran vitalidad cuerpos y rostros.
En esta pequeña muestra, que dista mucho de ser completa o equilibrada –puesto que no incluye mucha obra anterior a 1985 y se reduce a piezas que son parte de la colección personal del artista o de allegados muy cercanos– se consiguen apreciar recursos, preocupaciones, referencias y cuestionamientos que sólo pueden entenderse como el resultado de un trabajo continuo, el cual hace mucho ganó la batalla contra la inconstancia; un oficio crecido frente a otra profesión, pero donde se construyen, un poco de la misma manera: a contratiempo, todo cuanto complementa el sentido de cada plano arquitectónico: la humanidad, la trascendencia, la pasión, la solidaridad y un amplio e inabarcable etcétera.
Jam visual: sobre la obra de Al-Sature
Tradición no es únicamente aquello que heredamos de nuestros ascendientes ni el entorno inmediato de nuestra infancia. Ahora, con todas las virtudes y desafíos de nuestro momento, podemos reclamar por tradición muchos universos antes ajenos. En el caso de Al-Sature, su limbo legal de despatriado libio le ha permitido reclamar, desde Inglaterra y para un medio de expresión distinto, la herencia musical Afro y Latina.
Cierto, en sus títulos se adivina esa afición, pero un impulso más intenso, algo más, que él interpreta como un anhelo de libertad, lo lleva a improvisar con la tinta mientras escucha alguna pieza de jazz o es arrastrado por la cadencia de un ritmo caribeño a poner sobre el papel esa ductilidad de movimiento, ese colorido vivaz y esas texturas que él visualiza, nota a nota, desde un compás al otro, y a todo lo largo de una melodía. Es entonces que sus figuras se alargan en un baile sincopado, las trompetas y guitarras brincan de una coloratura a otra, los tambores enfrentan un contrabajo en su rítmico golpeteo y una cantante balancea sus frases, en un swing imprescindible, o entre las voces de un guaguancó se intuyen los avances de una coreografía gradual y seductora. Y es entonces, también, que un hálito de libertad se abre en un rincón del arte, a la utópica espera de que caigan todas las dictaduras.
Retratos para la incertidumbre
Cada incertidumbre tiene un rostro que no sólo aparece en algún espejo. Cada zozobra inventa un gesto distintivo y en paisajes vacíos o entre cuatro paredes, donde siempre se adivina el manto de la noche, y siempre una luz intensa pareciera malahuyentar la inquietud, alguien nos mira con ojos que pudieran ser los propios: a medio camino entre la cautela y la angustia, el resguardo y el olvido de sí, la desesperanza y una ensoñación un poco apurada, un algo triste, pero a final de cuentas con el potencial de tender puentes.
Cada una de estas obras de Miguel Ruibal tiene la contundencia de un puente, y sus peligros. Cada aproximación hace indudable, al mismo tiempo, la fragilidad del acercamiento y la amplitud de derivaciones. Hay una incomodidad subyacente en cada figura que confronta al espectador y arriesga el rechazo, pero también cada cuadro ofrece la intuición de ser un retrato del desasosiego en común, una representación colorida de las dudas habituales, una invitación a una mínima certeza: detrás de cada careta, más allá de las manos que parecieran marcar distancia u ocultar un semblante, o incluso bajo los párpados cerrados del personaje que se adormece sobre una silla, existe una mirada igual a la nuestra que nos interroga, y se adivina más esperanzada con el diálogo que con la respuesta.