Manual de Infidelidades

Manual de infidelidades

La serpiente muere cuando no puede cambiar de piel. Del mismo modo, los espíritus a quienes se les impide cambiar de opiniones dejan de ser espíritus.
— Frederic Nietzche (Aurora)

La fidelidad es a la vida emocional lo que la consistencia a la vida intelectual: simplemente una confesión de fracasos.
—Oscar Wilde (El retrato de Dorian Gray)

Soy Alejandro, he sido infiel, me han sido infiel y he provocado infidelidades. Poco tiene que ver esa pobre apreciación de la exclusividad sexual que tanto se ha discutido, aunque también pudiera tomarla en cuenta. Y estas líneas, escritas con premura, son una humilde bandera y no una apología de arrepentimientos.

Le he sido infiel a más de un sueño, una mujer o algún amigo. El existencialismo humanista (mi gran amor de la filosofía) me ha encontrado en la cama con un positivismo casi darwinista, y la Iglesia Católica me ha visto salir en fuga descaradamente con el Tao. De fútbol, quienes me conocen lo saben, soy incapaz de infidelidades porque carezco de pasiones deportivas; si acaso, veo los deportes con la misma fascinación de un entomólogo de academia descubre un escarabajo bajo los rayos del sol al fondo del jardín. Jaime Sabines, con toda su mexicana chabacanería, se sabe traicionado con Debravo, Borges, Vallejo, Girondo y una lista que podría hacer interminable, igual de interminable que la fila de narradores que en algún momento han desfilado por mi biblioteca, como un desfile de prostitutas en un burdel de lujo.

Me ha sido infiel, antes que nadie, la poesía. Dolorosamente infiel, estérilmente infiel; así, sin más explicación ni aviso (pero a veces, casi sin quererlo, la he reconquistado con una pasión que me era desconocida). La infancia me dejó cuando aún no estaba listo para seducir mi adolescencia y se marchó con los zapatos del colegio y los recreos. El sol me fue infiel una madrugada que lo aguardé frente a la costa del pacífico (ahora sé bien que fue un error) y salió por las montañas. México y Costa Rica me han llevado hasta la puerta, y me mostraron la salida; y al menos España, por no llevar mi ambición a decir Iberoamérica, me ha dejado con las maletas casi hechas y un par de esperanzas bajo el brazo.

Por último, he provocado infidelidades, casi tantas que por ello, y como concesión previa a algún Savonarola de bolsillo, merezco un infierno aparte. He provocado infidelidades ideológicas (que perdonen los partidos) y estéticas (que perdone el santo marketing). A las vocaciones sólidas, a las ideas inamovibles, a las intolerancias, a las críticas sacadas de la manga, a los personajes incuestionables, a los libros de cabecera, al dinero y a un sin fin de cosas que, si debiera hacerlo de nuevo, no dudaría en arrebatarles una alma demasiado entusiasta y falta de perspectiva. Y por ello que perdonen.

1. De mares y horizontes (4/9/2001)

De un tiempo a esta parte me descubro imaginando el mar, casi sin motivo. Lo pienso como un inmenso puente entre orillas distantes, entre sueños y esperanzas coincidentes. Miro los ríos y los adivino brazos que el mar extiende para encontrarnos, para unirnos por medio de una red más antigua y vital que cualquiera inventada por la tecnología. Sé que alguien, en algún lugar del mundo, piensa en otros países, en playas desconocidas, en caminos que conducen al mar y suspira con la misma sed de horizontes agotados.

De un tiempo a esta parte tengo ojos nuevos, y descreo de las bondades de mi tierra y de mi patria, aunque las amo. Este horizonte casi norteamericano me resulta gris y descompuesto. Y aunque demasiado bien conozco que no existen mejores horizontes, sino mayores deseos y esperanzas menos desgastadas, dejo a este corazón gitano soñar con otra tierra y otra patria, en una orilla distinta del mar, donde quizá se encuentren bosques nuevos y campos de flores que puedan darle cuerpo a un ensueño, aunque sea sólo por momentos.

De un tiempo a esta parte, en fin, disfruto cada día con la certeza de que es siempre una espera. Tal vez sean los brazos del mar o los horizontes inabarcables que se abrirán ante mí y aprenderé a amar como una gracia inmerecida; tal vez sea un largo camino de retorno a todas las cosas que sabré amar mejor cada vez que regrese y, con suerte, seguirán aquí. Quizá después todos los senderos me devuelvan a este rincón del mundo, sólo un poco más sabio, y un poco más viejo; pero sin duda con una sed no satisfecha de horizontes ni mares.

Y entonces, sólo entonces, me sabré cómplice de aquellos que han imaginado el mar y han sido infieles a sus propios horizontes algún día, en algún momento, desde cualquier rincón del mundo.

2. De viento, aire y brisa (11/9/2001)

Sin prisa, pero sin pausa, imagino otras vidas y me invento sueños. Recorro, con nostalgia, muchos sitios todavía desconocidos y algunos, peor aún, ya inexistentes. Escucho trenes demasiado lejanos traquetear en la memoria que, hoy por hoy, quizá los sabe ajenos, y a veces me miro mirar, desde algún auto, los caminos que conducen a mares incógnitos donde adivino a una mujer avanzando entre las olas o recostada sobre la arena. Y algunas noches, cierro los ojos agobiado por el calor y casi puedo aspirar, en la esperanza, el aroma de bosques entre montañas nevadas que le han negado su blancura limpia a mi existencia, o me sorprendo con el crepitar irreal de unos leños al abrigo de cabañas donde murmura fríamente el viento.

Porque hay un no sé qué que trae el aire al bajar de las cimas, o la brisa al subir por las laderas, que me insisten sobre otras vidas y diferentes sueños, donde viven pasiones por consumar y desencuentros ante los cuales sucumbir, donde vive el músico que no fui y que seduciría la noche en un cuerpo de mujer, al calor musical de un saxofón lánguido o al ritmo insistente de un piano de burdel en la distancia; donde muere, también, el escultor o pintor que no tuve la vocación de ser y que agotaría la mirada en desnudeces cachondas y en curvaturas cargadas de sensualidad.

Y así, de nuevo sin prisa, pero sin pausa, tomo una pieza de aire y sueños cada día, la acomodo en un rompecabezas que descubro cada vez más extenso e imagino todas las vidas que no tendré, aun cuando he tenido tal vez ya demasiadas en ésta, aún tan breve. Dedico demasiadas noches a escuchar con atención los murmullos del viento e interpretar sus caricias como la recreación de otras caricias robadas a personajes ausentes, pero sin duda apasionados. Y a veces, cuando se acerca la madrugada, descubro que la brisa se planta sobre mis labios con la calidez de un beso inmerecido, y casi logro adivinar la impaciencia de esos otros labios que lo entregaron, sin coartadas, a un sueño distante.

3. De ausencias (18/9/2001)

En esta noche sin luna en que las ausencias tejen recuerdos tan punzantes como el filo de un bisturí, miro el cielo e imagino, a través del humo de tabaco, que vuelven. Puede ser de los patios de la infancia o desde esa tarde soleada, sin duda, del primer amor, o por entre la sorpresa casi olvidada de alguna primera vez; pero vuelven. Viven en la memoria de una forma que no les arrebata la vida que tuvieron ni la autonomía en que se ejercitaban y que, ahora, resulta inmisericorde ante el fantasmagórico trasluz de cada ausencia.

En un descuido, y poco a poco, se pueden colar por los resquicios de la alegría y envenenar las horas con lo que pudo ser. Igualmente, y en otro tipo de descuido, pueden cultivarnos un corazón monstruoso, una inteligencia abismal, o una sensualidad desbordada por todos los extremos del deseo. La sed lo sabe: en aquellas tardes calurosas en que no se satisface con el correr de agua por la garganta, descubre ausencias innombrables, como el oculto nombre de un Dios que quizás ha muerto. Y es entonces que el desamparo extiende sus raíces y la soledad existencial nos atrapa en algo que no es sino cielo a la vez que infierno.

Pero hay ausencias subversivas, ausencias que se resisten a morir en los confines de aquello que les inventó un espacio, un tiempo, y todos sus momentos. Se nos clavan, como lanza, por el costado izquierdo y se nutren de la sangre y la piel que creíamos nuestro cuerpo. Y de pronto, en una noche sin luna, como ésta, descubrimos, en una pincelada final, que nuestro rostro dibuja otros rostros, nuestros pies avanzan otros pasos y nuestras palabras responden sus silencios.

4. De las palabras (26/9/2001)

Ésta es una de esas noches en que las palabras se me agotaron en la relectura de viejos textos y en conversaciones donde rememoré anécdotas casi olvidadas. Sin embargo, al filo de la madrugada me asalta el desasosiego en un puñado de ellas, desempolvadas por azar, y vueltas a la vida. Y de pronto pienso: “hace frío y llueve.” Y en el sentido de esa frase flota un cuerpo de mujer con quien navegaré esta noche, más tarde, mientras estemos dormidos, por algo que sólo atino a etiquetar como mis sueños.

Pero ésta es una noche, también, en que las palabras me traicionan, como cuando al otro extremo del teléfono se interrumpe el diálogo y ya sólo se adivina un entendimiento más sutil en los sonidos inesperados que nos devuelve la línea telefónica, sean silencios, suspiros o gemidos cargados de expresividad. Y de pronto no me queda más que maldecir esta biblioteca de Babel que vende recetas para decir “te quiero” y nos roba la inocencia de cerrar los ojos, respirar profundo y dibujar sobre el aire el rostro aprendido en la esperanza de un futuro común, y desear que eso lo signifique todo...

5. De amores extraviados (10/10/2001)

La otra noche me quedé mirando a la luna reflejada sobre el mar, con la esperanza absurda de que la espuma la trajera hasta la playa en un vaivén de olas. Pero al paso de los minutos me reconocí traicionado y entendí la tristeza bestial de lobos y coyotes cuando la miran ya demasiado lejos, y alejándose.

Después de un rato, la luna cayó sobre el horizonte y, unida a su reflejo, evocó unos senos de mujer ceñidos por una blusa blanca y unas manos de nube. Y mientras, recostado, me adormecía con ese doble paisaje, se despertó un amor enloquecido y echo a andar, cobijado por los murmullos sucesivos de la brisa y el oleaje.

Luego, hace un tiempo —no mucho, pero casi siempre me parece siglos—, cerré los ojos tal vez sólo por un segundo y vi las amplias avenidas de una ciudad que creí reconocer. Era de madrugada y con seguridad mis pasos se extraviaban al compás de otros pasos, un poco menos torpes y sin duda femeninos. Y en esa nebulosidad cuando aún no lograba adivinar si las pisadas dibujaban una despedida o un nuevo encuentro, saltó un amor al paso cebra y se marchó, quizás enceguecido por las luces de neón y el alumbrado público.

Quienquiera que seas, si por accidente lees estas líneas que escribí también por accidente, si ya has andado por esa caricatura de uno mismo que es vocear un afecto como a un ladrón  y alguna vez te acercas hasta alguno de esos mares —ya sea donde brillen luces de neón o pedazos de espuma lunariega—; observa y dime si ves las fosforescencias de uno de estos amores buscando su camino hacia ese corazón que lo reconozca, tal como hacen algunas cajas inútiles de cartón con sus propios vagabundos.

6. De mujeres y besos (10/10/2001)

Por principio, procuro amar una mujer distinta cada día. Algunas veces desnudo a la de turno, poco a poco, del cuello para abajo; otras veces de la mirada hacia su horizonte interno. Ciertos días la distancia se interpone y no tengo más remedio que soñar despierto con su silueta a contraluz, o con la cartografía memorizada de su cuerpo. En otras ocasiones, el humo de un cigarrillo desdibuja sus facciones y, por qué no, su ropa al otro lado de una conversación cualquiera, o la encuentro detrás de mis párpados y me invita a hacerle el amor la noche entera.

Que la sociedad considere otorgarme puntos extra porque esas mujeres que amo lleven, a final de cuentas, el mismo nombre y usen el mismo carné de identidad, o que a algunos conocidos pueda parecerles más meritorio que exhiba diferentes nombres como quien lleva una lista de compras al mercado, es un accidente o es, en el mejor de los casos, un recetario íntimo, y no garantizado, para la felicidad.

Por eso, me llenan de tristeza las mujeres que deciden amar a un hombre y de pronto, al pasar del tiempo, se descubren viviendo con un extraño al que toleran por costumbre, pero al que no pueden amar a pesar de mil esfuerzos. Y me parece una torpeza, como hombre, amar a perpetuidad a esa mujer vestida de blanco que únicamente sobrevive en las fotos de boda, y olvidarse de mirar con el mismo amor a las otras que llegaron después de ésa y empezaron a aparecer desde el momento justo en que la luna de miel era apenas una promesa, o un proyecto.

Por hoy sólo me queda, desde la soledad, mandarle un beso a cada una de esas mujeres que me han recibido en un rincón del tiempo: la que vive con ansiedad por saberme a su lado, la que acunó mi noche previa a esta soledad, la que me llevó desde la tarde a la mañana de una ciudad que me era ajena, la que me espera a muchos kilómetros de aquí, la que ha decidido tolerarme mis torpezas, la que una tarde decidió tomarse esa foto de boda conmigo... en fin, un beso y punto.

7. De insomnio (18/10/2001)

Ciertos instantes, bajo el cielo nocturno, siento tener más piel que vida y la cama me parece un triste cuadrilátero donde limitar esa lucha de amor y sueños. Vuelvo a ser el muchacho inconforme que salía a mirar estrellas y repasaba líneas por escribir en las cuales creía encontrar a la poesía como indicios de una mujer quizás oculta, tal vez sólo deseada tiernamente. Recorro de nuevo, en la memoria, los campos florecidos bajo un sol inmisericorde y recuerdo una luminosidad que me inventó ojos nuevos. Libo de unos labios en flor y me crecen sentidos inéditos desde la punta de los dedos hasta los muslos, o siento unas uñas que dibujan sobre mi cuerpo los límites de la pasión, y lo trascienden.

En esos instantes el descanso me niega su consuelo y las cosas más inocentes, de suceder, se transformarían en abismos de deseo: si una mirada cayera sobre un cuerpo, se incendiaría la ciudad alrededor y se desvanecería el resto del mundo; si una caricia se aventurara debajo de una mesa, cualquier muralla podría desaparecer y las puertas perderían sentido; si unos labios recorrieran el camino adecuado sobre unos pechos, un corazón empezaría a golpear paredes y la lujuria estremecería los cimientos de una casa; si dos cuerpos se confundieran de pie, bajo una lluvia artificial o natural, quizás se detendría el tiempo y los relojes exhibirían un rostro absurdo; si palpitara un cuerpo que se olvidó de que eran dos, flotarían alrededor sin importar ya nada la sed y el caos, esperanza, pasados casi inexistentes, futuros alternativos, el mar, montañas, autos, trenes, alcohol y cigarrillos, un horizonte inabarcable, un balanceo de palmeras, unos ojos renacidos, unos oídos recién estrenados, un planeta, su luna, de nuevo las estrellas, tal vez lo que llamamos el universo entero...

Por eso, para quienes no duermen por las noches y escuchan el pulso de la ciudad como una bestia moribunda, para quienes apagan el televisor y encienden la mirada frente a su pareja cobijada por una semidesnudez cachonda, para quienes tejen ficción y realidad con caricias bajo una sábana que apenas les cubre el cuerpo, para quienes una voz les significa fantasías y los besos señales con las cuales marcar un campo de batallas por ganar, para quienes se saben cómplices de una forma sensual de mirar el mundo y se entregan a los sentidos mientras los otros duermen, para quienes se abisman por completo y le dan la cara a su deseo, dedico este insomnio y estas letras.

8. De exorcismos (24/10/2001)

Nada como desandar todos los rincones de un cuerpo de mujer para exorcizar, por un momento, los fantasmas. Y su promesa, como una cruz o un amuleto, para evadir los maleficios cotidianos. Casi siempre voy por la calle y por el día igual que tantos muertos van del sepelio hasta la tumba, y recorro esa solemnidad de la oficina con pasos de escafandra al fondo del océano. Pero de pronto, cuando consigo que el teléfono no sea un símbolo más del desencuentro, escucho su voz y se ilumina mi horizonte, o apuro las horas con la esperanza de esa proximidad de piel que se adivina detrás de una frontera.

Nada como la desnudez para exorcizar, desde los mapas de su anatomía, la mala suerte que me ronda a todo lo largo de mi historia íntima. Ni nada mejor que sus labios para sacar de mí esa locura de volcán en celo, o el húmedo portal que entre sus piernas, y sobre mí, me abre las puertas hacia distintos cielos. Pero me matan los minutos mercenarios de espera, y la distancia me provoca una nostalgia insobornable que no se apacigua ni con la certeza del encuentro.

Por fin, nada como sus manos, su figura y su mirada —polizontes que descubro, irremediables, viajando de incógnito en mis sueños—, para hacer de mí la leña donde quemar los demonios de la sed, la lujuria y los excesos, aunque después regresen a ofrecerme, en propiedad, algún infierno.

9. De altares y herejías (7/11/2001)

En la infancia buscaba a Dios en las iglesias, le hablaba con humildad y le pedía favores. Miraba con respeto sus altares y recorría, con reverencia, los muchos libros que lo exhiben. Años más tarde, después de interrogar las barajas, las conchas, el vuelo de las aves y las estrellas, logré atisbar otros posibles templos: algunas montañas, tres o cuatro bosques, las inagotables avenidas de la medianoche, ciertas calles solitarias, un círculo alrededor del fuego y, casi por accidente, aquella habitación donde aún viven mis recuerdos.

Ahora, cuando el mundo me hace sentir cada vez más ajeno, descubro toda la religión que necesito entre las fronteras anatómicas de un cuerpo de mujer y dentro de su geografía siento más beatitud que a la mitad de cualquier templo. Entonces me llaman a oficios de luz, y de penumbras, su voz y sus sensuales campanarios, y me arrodillo frente a su arquitectura cada vez que se abren para mí sus puertas. Procuro, con la misma reverencia que antes ofrecía a las antiguas catedrales, agotar todas sus capillas y recorrer, palmo a palmo, los caminos entre sus múltiples altares, hasta comulgar con su lugar más íntimo, más cálido y adentro.

Como un hereje de la edad media  me invento, con un sentido ecuménico y opuesto a cualquier ortodoxia, decálogos de la piel, sermones dactilares para valles y montañas, noches más largas que la última cena, brazos extendidos en cruz, resurrecciones de la carne y alguna que otra breve ascensión al paraíso. Y es en estas noches de ánimo medieval que me dejaría quemar, con infinito gusto, por estas herejías donde la comunión se ejercita piel a piel y cuerpo a cuerpo.

10. De madrugadas estériles (14/11/2001)

Nunca he comprendido por qué este emperrarme en escribir cuando las musas se encuentran demasiado lejos. Tomo cada letra como el preso la llave que supone le conducirá hasta la salida, y es en vano. La evocación de voces y siluetas resulta un ejercicio de seducción torpe ante la escritura y, quizá sobra decirlo, los minutos cobran una lentitud de cortejo fúnebre, y su misma jovialidad.

Doy con alguna palabra que parece significarlo todo y, al volver sobre la frase que debía otorgarle sentido, la encuentro transformada en la mancha incoherente de una prueba psicológica. Las metáforas son, de pronto, unos seres abominables y mudos; las imágenes que se pretendían cosméticas poseen el mismo potencial que un amor mercenario en la esquina más lúgubre de una ciudad bajo la lluvia, y cada oración se convierte en la última palada de tierra sobre el féretro donde un inexpresivo balbuceo dormirá el sueño atormentado de los injustos.

Pero, aunque tampoco lo comprendo, hay quien dice que las musas son sólo mujeres y, por ello, piadosas. Dicen que siempre vuelven con aquellos que les han ofrecido los sacrificios adecuados y, por vanidad femenina, se entregan a quienes les dedican la atención deseada. E insisten en que siempre vuelven desde el lugar donde han ido a reposar sus fantasías con una Luna que, al menos hoy, cuenta con una compañía tan inútilmente acechada por mí en estas líneas, y sin duda envidiable, seductora y necesaria. Tal vez por eso intento escribir, enciendo otro cigarrillo, tomo otra taza de café, y espero.

11. De memorias robadas (17/11/2001)

Hay un hombre —tal vez yo, pero posiblemente alguien más— que rememora palabras de amor de una mujer en una canción arrebatada de la historia de otro hombre. Y esas veces que hice el amor en un auto, quizá sólo cumplía el arquetipo del chaval y la mina que se descubren sin otro lugar a dónde ir, si no es al encuentro del otro, y sin más recursos frente a su sensualidad que esa tierra de nadie entre dos puertas de metal. O aquella vez, en un bar donde arriesgué una mano sobre unos muslos, fui ese animal abstracto que busca seducir a la mujer que se le resiste todavía un poco, sin poner sobre aviso a aquella que ya le corresponde de algún modo, y que al final resultan ser el complemento que le da carne a su abstracción y piel a su deseo.

En estos oficios del recuerdo, uno se celebra con la humilde convicción del escribano que captura las memorias de otros y cree descubrir su propio sentido en ellas, con la falsa tranquilidad de sobrevivir en las pasiones rescatadas de la adolescencia y revividas en la sed nuestra de cada día, con la absurda vocación de voyeur y exhibicionista, desde ambos lados del cristal, mirándose mirar el espectáculo de una vida sin reservas.

Así, observo: una mujer duerme desnuda con la mano aún tibia sobre el sexo, una pareja camina por la playa y hacia el mar, unos pasos van desde la calle hacia la medianoche gozosa de alguna habitación, unos pechos se dibujan contra el contraluz de una ventana, un gemido final rompe el ritmo de una respiración apresurada, un beso se entrega a otros labios volcados en su correspondiente entrega, un par de cuerpos se olvidaron de ser un par y son ahora un solo cuerpo. Y así, mientras observo a ojos cerrados, escribo unas memorias robadas de otros lugares, otras personas y otros tiempos; y cultivo la esperanza de enriquecer, más tarde y encendido de tanta piel frente a mis ojos, una historia privada y personal sobre otro cuerpo.

12. De fotos rescatadas (20/11/2001)

Durante la adolescencia, cuando creía que mi destino era pintar el cuadro imprescindible de mi generación, a falta de modelos, coleccionaba fotos de mujeres, casi siempre desnudas, con la misma ternura del amante que guarda prendas o cartas como trofeo de una amor distante. Había de todo: esculturales mulatas lo mismo que estilizadas orientales, o alguna pelirroja exótica. Morochas, rubias naturales y fingidas, morenas e, incluso, más de una silueta indefinible a contraluz. Había ninfas de pechos que parecían nacientes y hembras de curvas generosas, más de una vez exageradas. Sexos coronados por triángulos precisos y equiláteros, o acuciosamente depilados con distintas formas, o en toda su salvaje gloria al natural. Los rostros, eran igual que los mil rostros de la ciudad más cosmopolita. Las manos, los pies, brazos, muslos, como la variedad de hojas en un bosque. Pero una noche se me acumuló toda la mala sangre y les prendí fuego, junto al lienzo donde una bailarina me negó su forma exacta y, con ella, la vocación de la tinta y los pinceles.

Años más tarde, aprendí el modo de amar a una mujer. Memoricé la “o” que sus labios dibujaban, al despedirse, sobre el cristal último de un auto. El sonido de su risa era una ondulación casi infantil de guijarro que brinca sobre el agua, la curvatura de sus senos, el sendero tibio de alguna serranía y su vientre, el claro de un bosque donde a veces me aguarda un manantial y, otras veces, el estanque donde entro a refrescar mi vida. Con las manos agoté los corredores de esa biblioteca braille donde su piel me narraba el cuento de una noche, de las mil y una noches prometidas. Y fue así que rescaté una foto: su retrato, con una sonrisa tímida y deseosa. Luego, fueron llegando las demás: una habitación, la demasiada ropa, cierta calle recién amanecida, algún parque donde soñó esta piel, los vidrios empañados, la Luna sobre el mar, y tantas cosas enclavadas por siempre en la memoria. Y, lentamente, voy armando el álbum de estas otras. Pero a veces, mientras un cigarrillo se consume entre mis manos sin propósito, se pierde mi vista en un lugar lejano y aguardo por fotos que todavía no llegan.

13. De ciudades inabarcables (27/11/2001)

Andar por una ciudad que se ha vuelto inagotable en sus límites, e incognoscible en toda su amplitud, es como el primer intento de seducir a una mujer mientras se le conduce camino a su casa, con la certeza de no llegar hasta su cama. Uno puede suponer cada giro de dirección, cada semáforo, cada paso peatonal; uno llega a imaginar que vencerá el último obstáculo en cualquier momento y avanzará por un sendero que domina y reconoce. Sin embargo, siempre hay lugar para la sorpresa: una curva que se sospechaba menos suave y más violenta, menos rotunda en su perfección, o las señales que se adivinaban no tan luminosas ni tan evidentes, o los gestos con que se nos orienta entre un sentido y otro, como un ballet no por mudo menos sensual, o esas miradas donde uno alcanza a leer el primer vértigo ante la velocidad y el movimiento, y que desembocan, irremediablemente, en esa tensión rítmica, a veces intensa, prolongada, y sin duda cálida, que sólo consiguen descubrirse en el cuerpo de una mujer, o en una ciudad demasiado extensa, inabarcable.

Al final, uno desanda ese camino sin escapar de la excitación, con los ojos casi desorbitados, con los dedos húmedos y temblorosos, con las ideas revueltas y el malestar del adicto cuando la dosis necesaria se hace esperar para otro día. Pero también, a veces, se dejan atrás esos rincones apenas explorados con la fe casi cierta de volver, como quien vuelve a la tierra prometida, y uno se aleja con un sabor de horizonte recién descubierto entre los labios y, luego de estacionar el auto, descubre que sólo queda un aroma tibio y dulce, de humo y esperanza, entre las manos.

14. De bosques y nostalgia (6/12/2001)

Hoy no consigo describir la gracia de unos muslos femeninos que algún día estrecharon mi cintura y se abrieron para mí, como las dos columnas que en un templo separan lo sagrado y lo profano; ni logro atrapar en letras esa piel tibia que me hace revivir al sol sobre una espalda y bajo una caricia mentida, o quizá adivinada, por la memoria. A estas horas en que el insomnio muestra su rostro más inmisericorde y el tictac de algún reloj parece marcar un ritmo marcial hacia la muerte, pienso en un bosque y en los árboles, en esa carne no por firme menos estremecida en su sensualidad.

Entre los pinos, en un momento y un lugar que la imaginación recrean casi por accidente, el viento aprende a ulular una canción a ratos triste, a veces alegre, donde se percibe una historia de amor y de nostalgia, de distancias vencidas y reinstituidas, de esperanzas recién hechas y rescatadas. Quizá más abajo, entre la hierba o en un auto semioculto,  un hombre y una mujer se aman; es decir, se acarician, se besan, se seducen, se buscan, se encuentran, se disuelven, se entregan y se olvidan. Y entre las copas de los árboles, la luz se rompe en esquirlas de estrella y los colores empiezan a bailar al ritmo de un ballet tierno, casi infantil; las ramas cobijan con susurros las evidencias sonoras de un placer arduamente ganado y las hojas de algunos árboles menores parecieran volar al rescate de un pudor olvidado por completo.

Quizá muchos años más tarde, esa misma madera constituya, en toda su cachondez aprendida en largas horas de observación voyeuril, el soporte de una cama que sabrá llevar el compás de otros cuerpos y otras canciones, y tal vez, sólo tal vez, el amor y la nostalgia tendrán una oportunidad de redención mientras unas bocinas dejan escapar una canción a ratos no menos triste, pero sin duda no menos alegre, y el viento apenas se insinúa en los cristales.

15. De soledades (18/12/2001)

Hay quienes llevan su soledad como una maldición inmemorial de tan antigua, o como una enfermedad congénita. Es la casa que el caracol arrastra sobre sus espaldas, la herida envenenada de un triste Tristán cualquiera, la locura que cada Quijote contemporáneo cobija, sin Cervantes que lo ampare, bajo su transparente yelmo de Mambrino y pasea al paso cansado de algún Rocinante de hojalata. Y es, también, esa selva obscura al mezzo del cammin di nostra vita que nos hace dar pasos por el cielo, el purgatorio y los infiernos —que cada uno espera compartir con la Francesca de Rimini del día, u olvidar bajo la luz de una Beatrice menos etérea y más carnal.

Pero hay, cómo decirlo, quienes además arrastran soledades con nombre y apellido. Yo, en lo personal y durante días como éste, siempre cargo al menos una, en el bolsillo, que me ataca con destiempos, como un reloj, y me borra las manecillas de muchas madrugadas a puro golpe de insomnio y de recuerdos. Es la princesa oculta de mis cuentos privados y, en muchas ocasiones, públicamente inconfesables; y es el verso a verso de tantos poemas escritos, desescritos, robados y olvidados; y el rostro fantasmal que dibuja el humo de mis cigarrillos contra la obscuridad de un cielo sin luna, sin luces y sin norte; y el vigilante que interrumpe, haciéndolo incómodo, el lapso de intimidad cuando el enamoramiento se iba asentando sobre mi cuerpo y echaba raíces por la corteza cerebral.

En estos momentos en que sólo quisiera decir: “También me haces falta” y “Te extraño más de lo que imaginarías, y de lo que yo habría imaginado”. Ahora que desearía tenerla bajo el sol —que aquí se esconde todo el día— y entre mis brazos. En este absurdo instante que su cercanía me heredó esta soledad que me llevará, sin duda alguna, de regreso y de la mano hasta su mano, le mando un beso y un abrazo, con toda la pasión que tanta falta me está haciendo.

16. De esperanzas y escritura (11/1/2002)

A esta hora, mientras duermes con la dulzura que sólo algunas otras mujeres, ciertas aves migratorias de tierno plumaje y uno que otro cachorro de mamífero —como un osezno o tal vez las crías de contados felinos— lograrían reflejar; en este instante cuando te alejas por sueños que desconozco, pero ansío compartir, debiera escribir cuánto te extraño.

Y sin embargo, no se me da más que escribir sobre las calles de esta ciudad —que se niegan a devolverme el eco de tus pasos—, y las nubes —que no dibujan a contraluz, sobre la Luna, la silueta ya grabada para siempre en algún territorio tras de mis párpados—, y el ulular del viento —que no trae tu voz para arrullar mi insomnio.

Y casi no logro escribir, si no fuera por la esperanza que se descuelga por el cansancio y me promete sueños donde mis pies seguirán la estela de tus pasos, mi piel será la extensión más gozosa de la tuya, mis labios se perderán sobre tus labios y mis manos se reinventarán gitanas y errantes, para reclamar por patria tu cuerpo en toda su extensión, de frontera a frontera y de las cordilleras más firmes a los valles húmedos y más vivaces.

Y consigo escribir gracias a la esperanza que, desde el sueño —después de él, y además de él—, me asegura un pronto encuentro, en una hora cada vez más cercana y bajo un cielo que, a tu lado, supondré más intenso y luminoso.

17. De retornos (14/1/2002)

Es muy tarde para volver sobre mis pasos: he sido feliz en demasiadas tierras y la añoranza me invade desde el recuerdo de los lugares que nunca serán los mismos cuando regrese: el mar, el siempre mar donde he vuelto a ser el pez que muere por su boca entre un bosque de troncos descarnados y vencidos, mientras las gaviotas recorren un horizonte robado de la infancia; el pueblo de las muchas iglesias donde me ha asaltado una renacida adolescencia entre las lomas olorosas a tierra mojada y bajo una lluvia inmisericorde, pero acogedora tras los cristales y al cobijo de algún techo.

En las calles de los primeros escarceos amorosos —cuando el deseo excedía las posibilidades de intimidad disponibles y la piel se saciaba sólo en algo que parecía una combustión espontánea con otra piel— aún encuentro, tras mucho tiempo, al recorrerlas por casualidad, una aura inmaterial donde ahora la angustia puede ser la contracara de ese fuego que me encendió alguna vez al tope de intensidad, como una descarga eléctrica o el latigazo de una esclavitud bien merecida.

Y sin embargo, aunque es muy tarde y a veces sin quererlo, vuelvo sobre mis pasos a esos rincones que remedan los inagotables rincones de la memoria. Y regreso, tratando de arrebatar nuevos recuerdos a esas escenografías demasiado valiosas para echar sin más en el olvido. Y recorro hacia atrás la estela de mis pisadas, como el cometa que el viento deja caer y alguna mano —mitad fatalidad y mitad salvación— lleva a descansar, por algún tiempo, sobre la arena tibia. 

18. De silencios (21/1/2002)

Cuando queda aún mucho por decir y no lo digo, cuando quisiera dormir y entre las venas siento correr sangre de lava, cuando el reloj infame descuenta mis minutos en una liquidación de fin de temporada y el tiempo pasa con pies de plomo y cae, irremediable, como una lápida; sé que voy camino a los silencios.

Y es que cada silencio tiene su propio mapa: los hay que van al sur y flotan en las pausas de una lengua salpicada de lunfardo, y cargan una tristeza de fuego vegetal sobre una plaza, mientras las minas explotan en un verano de pasiones encendidas; los hay que van al este, más allá del mar, y se trasnochan entre una voz  euskera  y un adeu e fins aviat que saben a nostalgia, sobre todo en estas horas que hasta las monedas pierden el rostro y las fronteras se desdibujan bajo la lógica del debe y del haber; los hay que se imponen sobre inmensos territorios durante las madrugadas de pinturas íntimas, cuando se adormecen los ritmos de samba y bossa nova, y la linterna de los afiebrados brilla al final de una noche larga y una vida corta; los hay en este norte con un dios inmisericorde y mercenario donde todos somos piezas de un ajedrez de hormigas y a veces, muy apenas, entra el calor de una amistad y tiembla sobre la línea telefónica, o cintila entre las letras de un correo electrónico, para así disolver tanta distancia; los hay que traen un aroma salobre de malecón y brisa de mar, contra un horizonte donde el sol relumbra entre ola y ola, o los hay andinos, cortos de aire en los pulmones y cercanos a un cielo estremecedor de tan puro, o los hay de selva tropical y saqueados de piña y de banana, o de petróleo y minerales; y los hay, y los sigue habiendo...

Y por último está este silencio aquí, que cuando queda demasiado por decir y no consigo hacerlo, viene a mi lado, pide alguna palabra y me desgarra.

19. Del fango y las estrellas (30/1/2002)

Otra vez entre el fango y con un ala herida, me preguntó: ¿cuál estrella tiene el nombre de mi libertad, o qué nube me oculta el ideograma secreto de mi esperanza? No me sirve este plumaje para compartir el vuelo, ni me sirve de nada la inmensidad del horizonte cuando el invierno arrecia. Las aves que vuelan a mi alrededor me miran con ojos de sorpresa y me adivinan quizá demasiado ajeno para ser de su parvada. ¿Estoy solo? No sé, prescindo de cualquier pena y cualquier gloria, e intento sacudirme el lodo del plumaje y levantar el vuelo. Y nada pasa, y todo queda atrapado en este costillar doliente.

Pero no puedo negar mi vida de rescoldo, a medio camino entre el fuego y la ceniza, con un corazón de estrella fugaz que palpita sobre un cielo obscuro, casi inexistente. ¿O es que hay un cielo para mí y dejó de existir un infierno con mi nombre? La brisa que hace renacer el calor en mí, es la misma razón que me consume. Pero tampoco puedo negar mi vocación de faro en la tormenta, con el mismo cintilar trémulo de una luciérnaga cuando la lluvia se avecina, ni consigo hacer de éste, mi puerto, un lugar seguro donde puedan atracar algunas barcas. ¿O es que no hay puerto y mi brillo es sólo una advertencia contra los escollos?

Por una vez he intentado mantener el vuelo, y caigo. Las estrellas se mofan de mi excesiva vanidad y del amor que les profeso. Por una vez he querido poner a mi nombre un rincón del universo, y de pronto me encuentro sin testigos; pero se acercan unas pisadas que creo reconocer. ¿Puede ser alguien que regresa a firmar junto a mi nombre?

20. De laberintos imprescindibles (30/1/2002)

Camino por senderos que desconozco. Sin necesidad, alguna noche salí a la calle para detener un taxi que no atravesó esa madrugada, mientras en mi habitación flotaba un deseo que más tarde me impediría dormir. Las avenidas me han llevado por rumbos ajenos, pero con la esperanza trémula y silenciosa en la punta de mis dedos; y las carreteras me han hecho agotar los recuerdos con la piel encendida y húmeda bajo la lluvia, en tanto un aroma de tierra mojada renacía en mi cerebro.

He dicho adiós a los cielos azules, y los he cambiado por recámaras empenumbradas donde pasé momentos sin duda memorables, aun con el riesgo de añadir otro ladrillo a la pared de este inagotable laberinto. Y otras veces he sentido el hechizo de los bosques, o el temor visceral a ser víctima de su emboscada, cuando la premura me exigía llegar a la ciudad muy pronto. Aún más, renuncié en muchas ocasiones a la fácil tranquilidad del sueño por explorar los territorios que se ofrecían a mis ojos algunas madrugadas: el mar espumoso por único horizonte, una banca en algún lugar de alguna foto, o cierto curva de un rostro enmarcado por cierto cabello bajo una medialuz peculiar.

Tal vez es que nací con corazón de perro vagabundo y conozco valles, praderas y montañas por su nombre, o quizá mis ojos se acostumbraron a imaginar el mundo desde el trapecio del barco y a través de la distancia, mientras el viento susurra que cada momento y cada nueva tierra tendrán para mí brazos de laberinto. Y ésa es mi salvación, y ésa es mi condena.

21. De distancias y puertos (18/2/2002)

Me he educado, desde muy joven, en las distancias. Unas veces se miden con la exactitud de un odómetro y otras, con la angustia hiriente de abismos cercados por montañas. Son la silueta de un horizonte urbano que se desvanece, como una sonrisa de mujer en el retrovisor de un auto, o es la nostalgia por un portal que te recibe en cada ocasión con la misma familiaridad de unos labios amantes: un día simplemente te descubres tratando de adivinar el rincón donde se oculta tu alma.

Existen distancias breves como el filo de un bisturí, otras como estrella fugaz que desciende a su destino de convulsión y cráter, y algunas más, incomprensibles, donde palpita el corazón de las galaxias. Y en este momento desgraciado cuando me duelen los cielos marinos que ahora alimentan lejanías, me pregunto: ¿acaso es tu amor el puerto donde siempre volverá mi barca? ¿Acaso tu brisa dará un alivio a mi antología de historias calcinadas? ¿O es esta fe sólo otra manera de inventarme el calorcillo que la sangre extraña?

Si te nombro mi puerto, regresa hasta mí el malecón de una niñez que todavía me hiere y tal vez aún no se marcha. Si reclamo tu presencia de mar, alejarme de ti —sin esperanza de retorno— es recorrer con pies desnudos un sendero anfibio de sal y de navajas. Si te bautizo “arena”, tu ausencia tiene cristales de arrecife que se abren paso desde la piel a las entrañas.

Pero si no fueras mi puerto, si no tuvieras la vocación de mar que pudiese calmar mi angustia ni la suavidad de arena para ocultar mi alma, si entre la luz de tu faro y mi esperanza torpe se interpusiera alguna forma insalvable de distancia, sólo déjame soñar un poco más contigo, y de vez en cuando llévame a dormir sobre tu playa.

22. De lo mucho y lo poco (18/2/2002)

Es mucho el amor y las palabras me evaden en busca de un sentido:

Salir a la calle y mirar las nubes, mientras la lluvia se vierte casi imperceptible a mi alrededor, pintando de gris alguna tarde ya de por sí demasiado turbia ante mis pasos. Beber un café que no lleva el sello rotundo de sus manos, ni la cantidad precisa de azúcar que sólo su cariño permite diferente y exacta. Dormir simulando el espacio de su cuerpo con una almohada y tener la esperanza absurda de soñar toda la noche con sus brazos, y cómo dulcemente me ciñen y me abrazan...

Es mucho el amor y las imágenes me roban cualquier significado:

Las incontables carreteras y el viento silbando detrás de la lámina del auto y los cristales —tan irreal como el murmullo amoroso que flota después de la pasión y antes del sueño—, la niebla con su poder evocador y evanescente —donde tu figura podría significarlo todo y no ser más que un fantasma—, el eco de pisadas contra el pavimento de una calle familiar —y tú, inesperada, con tu silueta cercana al umbral y casi a contraluz de una ventana—, y tu voz temblorosa, entusiasmada...

Todo esto siempre es poco para nombrar el amor, y muy apenas, y si acaso, sirve para decir su magnitud en una escala desconocida, inexacta y quizás hasta olvidada.

23. De noches y premoniciones (26/2/2002)

No sé cuándo ni bajo cuál cielo inmisericorde, pero ha de llegar nuestra redención y nuestro día. Antes, cuando atisbaba la voluntad de Dios entre los astros, creía reconocer en esa caligrafía cintilante algo parecido a la esperanza y, sobre su trasfondo obscuro, una transparencia que bauticé con el nombre de “certeza”. Ahora algunas noches son un paisaje mudo y la fe tiembla entre las copas de árboles mientras el viento silba una melodía nostálgica.

No sé por qué, pero sé que cobijado por tus brazos encontraré algo parecido a la tranquilidad, y por los cauces más suaves y placenteros de tu cuerpo, navegaré todavía incontables horas de sensualidad y sueños. Y sin embargo el humo se cierne sobre nosotros, más que de vez en cuando, y las tormentas no dejan de amenazar nuestras costas mientras el fuego ilumina, con una tierna claridad, todavía muchas de nuestras noches.

No sé cómo, pero habré de quemar mis naves y construiré un jardín donde no tenga cabida otra pasión que la pasión, ni otra piel que la piel compartida en la desnudez carente de coartadas o prejuicios, mientras las estrellas recuperan, con lentitud, su lenguaje de premoniciones, bajo el manto nuevamente protector de cada noche. Y la luz más brillante llevará tu nombre.

24. De sueños y sábanas (3/6/2002)

No siempre, pero cada vez que duermo solo, su aroma entre las sábanas le devuelve a mis sueños su figura: desnuda y trémula, inquieta y seductora; la noche entona un rumor de oleaje y el tacto se ahoga en recuerdos de humedad y espuma, y la brisa cobra una fragancia de transpiración, casi dulce, ganada en largas batallas entre la consumación y el deseo.

No siempre, pero es casi un ritual de cada noche, me abrazo a la almohada que hizo suya en otro tiempo y conserva, al menos en mi esperanza, algún vestigio de cuando ella soñaba a mi lado. Duermo para soñar con ella, y sueño para acortar las horas que la conduzcan de nuevo hasta mis brazos.

Pero siempre, siempre, al despertar, vuelvo a las sábanas, en realidad o sueños, para recuperar de algún modo la tibieza de su cuerpo y tener la fuerza para enfrentar el día cobijado por el recuerdo de sus labios.

25. De escritores y alas (3/6/2002)

¿En realidad soy escritor? ¿Soy ese animal capaz de arrancarse las palabras del pecho y dejarlas aún palpitantes bajo la mirada de otros? He derivado por las letras con un amor tan gozoso como el más intenso espasmo de placer, pero también con la pasión con la cual las navajas bailan sobre la piel de los adolescentes. Y a veces el amor no basta, y la pasión se convierte en un pozo  profundo, acechante, negro.

Me hablan de la inspiración, me cuentan de los gloriosos encuentros con una expresión feliz, quizá certera, sin duda adecuada; me señalan los nombres de las cosas como quien dice "pájaro" y escucha un batir de alas.

¿Qué es eso: la inspiración? ¿No es el mensaje por el que uno aguarda, inútilmente, algunas noches? ¿No es la esperanza absurda por una redención que nunca llegará, y tal vez nunca hemos merecido? ¿No es la llamada donde uno esperaba palabras distintas a las que escucha, donde al hablar de amor se extiende, hiriente, la distancia? ¿Y qué es una expresión feliz cuando el aire no sirve sino para llenarse los pulmones? ¿Qué certeza hay en decir que la soledad es larga y agobiante, y que el horizonte es una inmensa esterilidad de horas por consumir al ritmo de un reloj en la oficina?

Y sin embargo, llego a escuchar ese batir de alas, sin adivinar si son las aves que ha traído la primavera, o hay buitres con hambre, y aguardan.