Confesiones
I
Eras el horizonte navegable de mis noches y la brisa tejía tu olor en las almohadas de mi cuarto. Ahora no entiendo el pecado de tomar como única patria ese territorio que agoté —de frontera a frontera— con mis besos, esos brazos que se extendieron alrededor de mí y trazaron surcos donde tu amor pudiera echar raíces —sé que los vestigios nunca se borrarán de la memoria estremecida de mi espalda.
Eras la oración que conjuraba la mayoría de mis naufragios, y el sabor a marisma permanecía en mis labios después de andar y desandar tus más íntimos senderos. Pero la tormenta se cansó de esperar a la vuelta de la esquina, una tarde nos empujó a deshacer el amor entre las calles, con la misma lumbre como antes lo habíamos hecho: apenas cubiertos por las paredes de cualquier habitación o abrigados por el cielo.
Eras el aliento entrecortado y el gemir gozoso que sacudía la profundidad onírica de mis mañanas. Ahora sólo escucho tus pasos alejarse, tu voz cambiar su ternura por la aridez de un silencio resentido, tu risa tomar la forma nostálgica de la distancia y el pasado. Ahora, cuando el dolor se ha vuelto más humilde, puedo comprender: dejaste tras de ti el ulular del viento.
II
Busco la curvatura de tu cuello
e imagino las noches bajo la sombra clara
que sobre mí proyecte la humedad de tu cuerpo
—y en la mínima distancia entre tus labios y los míos
un rumor ancestral de lujuria y manantiales
Busco un poco más allá
en el temblor de tus manos
e intuyo la languidez estremecida de tus muslos abiertos
—luego cuando se haya cumplido con los ritos de la carne
siempre volverá a haber tiempo para la desnudez
y las caricias sobre el pecho
Pero aún busco más
y entonces encuentro la esperanza:
tiene la forma oculta y sombreada de tu vientre
y el oleaje preciso de tus senos
III
Serás de otro como fuiste mía
tus uñas dibujarán sobre otra espalda
los ideogramas de una pasión fugaz
—tu aliento entrecortado será un aleteo de palomas
en la cornisa de una noche tanto o más luminosa que las nuestras
El sudor hará brillar tu pecho
como alguna vez al salir de la bañera
cuando enfrentaste desnuda tu humedad ante el espejo
—tus senos eran los campanarios donde cerca de mí se levantaba
el último llamado para el oficio de caricias
y la redención de mi angustia con tu cuerpo
Pero los años me traerán tu aroma
desde la brisa del mar y entre un sopor de helechos
y desconozco si ese día traicionaré a alguien más
con la penumbra sensual de tu recuerdo
—pues lo sabes bien: tu piel tenía más lumbre
que el insomnio donde naufrago ciertas madrugadas
y el calor que me ahoga en una muralla de silencios
IV
Soy culpable de besar tus pechos
y dormir por mil noches en tus brazos
—las tardes eran un espejo donde crecía una velada angustia
y la piel desdibujaba las fronteras
Soy culpable también de la borrasca
y los signos infaustos del silencio
—pero no existió cordura suficiente para hundirnos en el vendaval
y sobrevivir las volcánicas aristas de la entrega
Soy por último culpable de la esperanza
y de la fe que me cegaron con simulacros de respuesta
—mientras las dudas maduraban a la sombra artificial de nuestro tiempo
cuando aún creíamos que la sensualidad era la redención
Pero acepto mi error mi culpa
y sólo pido la libertad de seguir con las manos extendidas hacia la tormenta
y recordar por siempre y para siempre
que para mí existió una vez en un lugar tu cuerpo
V
Sólo me resta estar sobre la corteza de cada día como la luz se ciñe a las siluetas, caminar por las avenidas hasta que se termine la voluntad de añadir otro paso a tanta angustia, hundir la mirada en el escote de un vestido para saber si ahí se encuentra el calor de la esperanza, o seguir el balanceo de unas caderas con la única intención de averiguar el ritmo de la vida.
Además, puedo interpretar los aromas del atardecer como ideogramas del recuerdo con la fugacidad del aire, o buscar un sentido en los pliegues de la franela que envuelve a la cama, o hacer tatuajes elusivos con las sombras que proyecta el humo de un cigarro sobre las paredes —ahora más que nunca desnudas a pesar de los recortes y dibujos—. Pero no descubro cómo reinventar tu presencia con la tibia complicidad de otros cuerpos.